Hubo un tiempo, anterior al nacimiento de la civilización romana, cuando los grupos sociales se encontraban todavía en estado embrionario, en el que las tensiones, los conflictos, los litigios entre individuos, se resolvían mediante el contundente “argumento de la cachiporra”. La razón siempre se colocaba del lado del más fuerte y vigoroso de la tribu.
Pasaron los siglos y en la Península Itálica, entre siete colinas, vio la luz la que con el paso del tiempo iba a convertirse en la Ciudad Eterna, en la ciudad que iba a dirigir el mayor de los cambios que la Humanidad ha presenciado: el tránsito de la cachiporra a la intervención de abogados, procuradores, jueces y magistrados en la resolución de los pleitos.
Ya en nuestra Era, alrededor del año 170, nació Domicio Ulpiano, uno de los más grandes jurisconsultos de la historia del Derecho. Vino a decir Ulpiano que los preceptos fundamentales de esta ciencia son “honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere” (vivir honestamente, no dañar a otro, dar a cada uno lo suyo). Desde entonces, grandes han sido los avances y las conquistas logradas que han redundado en beneficio de la Humanidad. Pero no hemos llegado al final del camino. Todavía no. Múltiples y muy variados son los problemas que acucian a la sociedad internacional actual, y muchas las tareas a emprender en busca siempre del aquel ideal de Ulpiano: la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho.
No podemos negar que el objeto a perseguir es loable. Pero tampoco podemos desconocer que el espíritu de renuncia, el amor al prójimo, la filantropía, son términos que, prima facie, representan bellas imágenes retóricas pero vacías de contenido.
Acontecimientos que estos días estamos contemplando de nuevo, vienen a dificultar ese ideal, esa búsqueda de “dar a cada uno lo suyo, su derecho”. Pero ello no es óbice para perseverar en el intento.
Por Fernando Navarro Henar