Por María Cañete Usón
Durante muchos años el concepto de adicción ha sido sinónimo de adicción a las drogas. Sin embargo, si los componentes fundamentales de los trastornos adictivos son la falta de control y la dependencia, las adicciones no pueden limitarse a las conductas generadas por sustancias químicas.
Existen hábitos de conducta aparentemente inofensivos que pueden convertirse en adictivos e interferir gravemente en la vida cotidiana de las personas afectadas, es decir, cualquier actividad normal percibida como placentera es susceptible de convertirse en una conducta adictiva.
Lo que define la conducta adictiva es que el paciente pierde el control cuando desarrolla una actividad determinada y que continúa con ella a pesar de las consecuencias adversas, así como que adquiere una dependencia cada vez mayor de esa conducta. El comportamiento está desencadenado por un sentimiento que puede ir desde un deseo moderado hasta una obsesión intensa y es capaz de generar síndrome de abstinencia si se deja de practicarlo.
Todas las conductas adictivas están controladas inicialmente por reforzadores positivos, es decir, el aspecto placentero de la conducta en sí, pero terminan por ser controladas por reforzadores negativos, que es el alivio de la tensión emocional, por lo que de conductas normales, e incluso saludables, se pueden hacer usos anormales en función de la intensidad, de la frecuencia o de la cantidad de dinero invertida.
Por todo esto, decimos que una adicción sin droga es toda aquella conducta repetitiva que resulta placentera, al menos en las primeras fases, y que genera una pérdida de control en el sujeto, con una interferencia grave en su vida cotidiana, a nivel familiar, laboral o social.
Como ejemplos de adicciones sin drogas podemos enumerar el juego patológico, la adicción al trabajo, a las compras, al sexo, a la comida, al ejercicio físico, al móvil o a internet.