Como no tengo claro cual es el perfil del público que lee estos textos que, de cuando en cuando, se publican en el ribereño digital, no estoy muy seguro de si todo el mundo sabrá de lo que hoy os vengo a hablar. Escribo hoy sobre la amistad, pero una un tanto particular que se daba en un tiempo y en unas circunstancias muy especiales. Bien es cierto que no hace falta enfundarse en un uniforme, ni portar un Cetme (fusil de asalto del Ejército Español) para hacer amigos especiales o amigos del alma, pero también lo es que, en España, en unos tiempos ya olvidados existió la figura del “amigo de la mili “.
El españolito medio nacía, crecía, estudiaba y ayudaba en casa, en la medida de lo posible y de las necesidades, y a los dieciocho años entraba en quintas. Eso quería decir que quedaba apto para el servicio militar obligatorio y durante casi un año recibiría la instrucción necesaria para convertirse en un “buen soldado “y hombre de provecho. (leer con el modo irónico activado). En un sorteo al más puro estilo de la lotería de Navidad se determinaba a qué lugar del territorio nacional tendría que viajar ese españolito para aprender a defender a su país y si lo iba a hacer en el mar, en tierra o en el Ejército del Aire. De ese sorteo y esa situación se hacía una fiesta en la que los quintos celebraban por todo lo alto ese rito iniciático del paso a la adultez que hoy ha perdurado en nuestros pueblos de una manera meramente festiva. Así pues, se daban casos en que un gallego debía viajar a Ceuta a servir o un aragonés debía embarcar en un barco de la Armada española en Galicia. Creo que para la inmensa mayoría la mili era un incordio y una pérdida de tiempo, para algunos una obligación impuesta por el Estado y sus familias con la que tampoco resultaba tan difícil cumplir y para otros sería en cambio la única oportunidad para salir de casa y probar placeres y libertades que en su tierra les estaban vetadas. Hasta bien entrado el siglo XX resulta indiscutible que ir a cumplir el servicio militar era la primera salida del cascarón para el españolito medio, el momento de mirar a la vida de frente, cara a cara, y de solucionar los problemas por uno mismo. Llegar al cuartel o al campamento en un ambiente sino hostil diríamos poco amigable, autoritario: vacunarse en masa como ganado, raparse el pelo como se hace con las ovejas al llegar los calores estivales, recibir instrucciones sin derecho a réplica y un catálogo de órdenes y obligaciones que, en caso de incumplimiento, podían llevar aparejado el arresto. La situación podía no ser fácil y todos no la llevarían de igual modo así que los amigos que se hacían entonces, los que te ayudaban, con los que compartías los problemas, esos, esos eran para siempre. Y es que os estoy hablando de la amistad que dura toda la vida, en este caso forjada o construida a base de compartir rancho y jergón, arrestos y permisos, en ambientes muy lejanos a la casa de unos jóvenes que recién salían de lo que ahora es el bachillerato. El caso que yo conozco unió a un cordobés y a un catalán (de los de pura cepa) y es el que motiva este texto.
Y hete aquí que los padres no dejan de darnos lecciones nunca y el mío se despachó el otro día con un mensaje precioso a su amigo cordobés de la mili. De la mili de Ceuta, además, que era la más temida para los peninsulares. ¿Qué harían un andaluz y un catalán lejos de su casa?, allá en el norte de África, ¿de qué hablarían? Hay personas que se dicen amigos y viven a pocas manzanas, y no lo son y, en cambio, otros separados por cientos de kilómetros y tras decenas de años sin verse pueden presumir de serlo. Seguro que no es sólo la amistad lo que se añora, seguramente se extraña aquella edad y la inocencia y el atrevimiento y la página en blanco de la vida que aún estaba por escribir y quizás si se vieran ahora no tendrían que decirse o no coincidirían en todo, pero estoy convencido de que harían por entenderse y que el recuerdo de aquellos años podría con todo y se fundirían en un abrazo y posiblemente se les empañarían los ojos al contemplar esas fotos en blanco y negro que han sobrevivido en dos cajas de lata, de esas de las de antes, una en Córdoba y otra en Alagón. Y es que son amigos, amigos de la mili.
“Yo te recordaré siempre así. Lamento que estemos tan lejos para poder darte un abrazo como mi mejor amigo que has sido, eres y siempre lo serás, mientras Nuestro Señor me de vida. Gracias Ceuta por permitirme conocerte. Gracias Manuel “
José María Gomá Sanahuja
José María Gomá Sanahuja y José María Gomá Alonso para el Ribereño Digital.