Miles de personas esperan bajo el cielo de Madrid. Impacientes aumentan progresivamente el volumen de sus murmullos y mueven la cabeza cuando alguien asoma la suya por el escenario. Finalmente ocurre, detrás de su banda de toda la vida Bruce aparece ante sus fieles. Durante unos segundos todos callan y una corriente invisible recorre y une esos miles de almas para, durante casi tres horas, llevarlos a otro sitio. Alguna lágrima se asoma mientras la Fender de Bruce, un violín magistral y toda la potencia del grupo de metales y percusión rompen la tarde madrileña. Bruce Springsteen ha venido a España otra vez. Se ha puesto corbata para mi o, ¿será que quiere despedirse? Ha venido a recordarme aquellos maravillosos años y os lo quería contar.
Sus detractores dicen que solo habla de autopistas, cadillacs y fábricas. A mí me habla de más cosas, a veces sólo a mí. ¡Qué suerte tengo! Me habla de unos chicos que se reunían a jugar al baloncesto en el parque de Alagón, después del “coche fantástico “y bajo un sol abrasador para luego juntarse en la piscina en torno a un radiocasete y oír al jefe. Años de futuro incierto donde jóvenes indolentes viven la vida. Los más lanzados y confiados juegan sin camiseta. Se lucen al sol como los chicos de las canciones de Bruce para luego por la noche intentar subir a algún Cadillac que les lleve “down to the river “.
Me trae a la memoria cuando, con dieciséis años, buscábamos sus letras para ver qué decían esas canciones que, sin entenderlas, recitábamos de memoria. De mayor he comprendido que hablaba de más cosas, de la tierra prometida, la de cada uno, de Tom Joad y los desamparados de la Gran depresión americana que fueron a buscar a otras tierras las uvas de la ira y de los sueños rotos que todos olvidamos por unos momentos cuando el saxo de “Jungleland “nos transporta y nos hace felices. Parece imposible que alguien que desborda energía y hace que miles de personas canten a coro canciones y mantras que ni entienden haya sido infeliz alguna vez. Me recuerda a aquellos payasos que una vez despojados de su sonrisa pintada y su nariz colorada vuelven tristes a casa.
También me habla de un joven zorro que en el asiento de detrás del coche familiar (que no era un Cadillac ni un Chevrolet) cantaba una y otra vez “Thunder Road “hasta que su madre le decía basta. Basta de oír al hijo y basta de oír esos guitarreos ensordecedores que a la madre tanto le disgustaban y al chaval tanto le gustaban.
De la misma forma que ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces tal y como dijo el sabio, ninguna gira de Bruce es igual y, sin incidir en su edad tantas veces repetida, si es cierto que se ve más cerca el fin de su carrera que aquellos inicios del Asbury Park (su primer disco). Ni el río es el mismo ni tampoco el hombre que lo cruza, de tal manera que nos regala consejos que, quizás sí o quizás no, él aplicó en su vida para que nosotros, quizás sí o quizás no, lo hagamos: que aprovechemos la vida, que amemos bien pues el día parece estar lejos, pero acaba llegando. Que la muerte o su cercanía nos hace el regalo duradero de saber lo que podría ser la vida o haber sido. Nos lo dice como preludio a su canción “Last man standing” (el último hombre en pie).
En cualquier caso, el espectáculo es soberbio, mezcla de fuerza, ritmo, nostalgia y emoción. Casi ciento ochenta mil almas se han dirigido estos días en sus coches por todo el territorio nacional como ríos de sangre hacia ese corazón que durante tres noches ha sido Madrid al que el jefe (aunque a él no le guste que lo llamen así) y la E. Street Band bombearán toda esa energía que a ellos le sobra y que hará que su recuerdo perviva en sus mentes toda la vida.
Y al final se despide, no sabemos hasta cuando, él solo sobre el escenario diciéndonos que:” nos verá en sus sueños cuando todos nuestros veranos hayan terminado” (“I´ll see you in my dreams”) y nos deja con el recuerdo de aquellos maravillosos años, los de cada uno de nosotros, porque cada uno de los aquí presentes tiene su historia con Springsteen que hoy he querido recordar, los míos, al calor de una armónica, un saxo, una vieja guitarra Fender y una colosal banda. Y es un hombre solo, sólo un hombre el que con su inseparable guitarra se da la vuelta y caminando lentamente desaparece al fondo del escenario
Todos volveremos a casa, como esa sangre que retorna al cuerpo una vez oxigenada con la impresión de que el jefe, hoy, nos ha cantado sólo a nosotros. A cada uno de nosotros.
Larga vida al jefe. Hay gente que no debería morir nunca.
José María Gomá Alonso para el Ribereño Digital.