Pocas cosas tan sobrecogedoras como un estruendo seco que rompe el silencio, que desgarra el aire. La explosión de un coche bomba en un barrio tranquilo sumido en el silencio de una mañana de domingo, un trueno en la cima de la montaña que pareciera como si el mismísimo aire cargado de electricidad se estuviera descosiendo, o el sonido de los bombos y los tambores de la Semana Santa aragonesa que tras hacer temblar la tierra nos conectan con el cielo, ¿con Dios?
La percusión y la danza han estado siempre ligadas a una suerte de trance o conexión grupal con aquello que no vemos, de otra dimensión, o de uno mismo. Los mantras repetidos del budismo, las danzas sufíes de los derviches que con cada giro enloquecido se acercan más a Dios, la danza del sol de los nativos americanos o la rompida de la hora en Aragón. Todas ellas funden lo sagrado y lo profano, a Dios y al hombre.
No sé a ciencia cierta el origen de este mágico estruendo aragonés, que en el Bajo Aragón es patrimonio cultural inmaterial de la humanidad desde 2018, pero muchas fuentes reportan que hubo en sus inicios un afán por replicar el momento en el que “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo, y la tierra tembló, y las rocas se partieron cuando Jesús entregó el espíritu en la cruz “. Mateo 27: 45-51.
Recuerdo alguna Semana Santa de la infancia, en Caspe, cerca de la archiconocida ruta del tambor y del bombo. El silencio sepulcral de todo un pueblo procesionado en recogimiento y sus rostros cubiertos por los terceroles (que bonita palabra) que no pretenden dar miedo sino garantizar el anonimato de quien los porta. Y de repente el rugir de la madera contra los parches de los instrumentos, esa sangre en las pieles curtidas de los bombos, ese olor a incienso que lo invade todo. Una llamada al duelo por la muerte del redentor que durante mucho tiempo en la España oscura del nacional catolicismo solo tenía la vertiente de la religión y la penitencia.
Durante mucho tiempo defendí que solo se podía tocar el tambor en una cofradía si se era lo suficientemente devoto o creyente. Quizás influido por el impacto que la Semana Santa causó a un joven Chema y seguro también, por el desconocimiento. Como si yo, y algunos como yo, nos pudiéramos permitir el lujo de repartir carnets “del buen cofrade”. Ahora me doy cuenta del error aun reconociendo una gran parte del folclore que rodea a la celebración, y os lo cuento. Y es que pudiera ser que la religión, al igual que lo han hecho la Semana Santa y los tambores, debiera virar hacia algo más amable, igual de comprometido y coherente, pero también más lúdico.
En cualquier caso, no seré yo quien juzgue a todos aquellos que optan por celebrar una pasión, unas creencias, una afición tañendo el tambor y rompiendo la hora y el silencio para anunciar a todo el mundo la muerte del hijo de Dios. Para elevar una plegaria, pagana o profana, que nos recuerda el momento en el que una persona excepcional, el elegido, dio la vida por todos nosotros y a los tres días resucitó de entre los muertos. Y a mí, a veces, me parece que esos bombos y esos tambores, no hacen sino llorar y recordar que ese Dios, y todos los otros, hace tiempo que nos dejaron de la mano, nos dejaron por imposibles con nuestro libre albedrío sangriento. Y podría ser que esos mismos tambores sean los que un día toquen a rebato por un tiempo nuevo cuando, a lo mejor, sea ya demasiado tarde.
Calanda, doce menos cuarto del mediodía (único caso en la ruta del tambor del Bajo Aragón) del Viernes Santo. En la plaza España un bullicio que denota el nerviosismo de la gente porque todo empiece ya. Falta poco y un gran bombo llevado en alto se coloca frente a la casa natal de Luis Buñuel. Salen las autoridades y el pregonero y suena un silbato que llama al silencio. Tan solo unos segundos de silencio, mazas, baquetas y palillos calandinos se alzan para, al unísono, caer sobre las pieles de los instrumentos y no cesar hasta las 14:00 del siguiente día. Se rompe la calma y el silencio, como al principio de este texto, con un estruendo que, como mínimo, sobrecoge y emociona. Son los tambores, es el ser humano comulgando, no sé, quizás también sean Dios y los tambores. José María Gomá Alonso para el Ribereño Digital