Cuando Luciano se levanta de la siesta recuerda, adormilado, que hoy es viernes y que los muertos del valle volverán a dar la bienvenida a los turistas. La siesta para Luciano es una manera de acortar el día, de hacerlo más llevadero. Entre semana en este pequeño pueblo de montaña no hay mucho que hacer para un viejo como él. Se asoma a la ventana, aún no hay nadie por la calle, es pronto. Se prepara para salir y ordena un poco el salón quitando el polvo a la gran caracola blanca que descansa sobre el televisor. Son las ocho: se acerca la hora. Desde la estrecha ventana del salón se divisa la carretera, la curva y el fondo del valle que se va ensanchando cada vez más hasta confundirse con el horizonte. Ya se ven las primeras luces doblando la curva del cementerio. Los turistas de la tierra plana han terminado de trabajar, han metido sus ropas multicolores en las mochilas y se preparan para pasar un par de días en las montañas. Ellos, los turistas, no los oyen, pero desde el camposanto al borde de la carretera, los muertos de varias generaciones de montañeses los saludan y les dan la bienvenida.
Ahora sí, parece que la calle y la pequeña plaza frente al bar se van llenando con las voces enérgicas y felices de los turistas que van descargando sus pertenencias y dirigiéndose a sus respectivos alojamientos. En pocos minutos estarán todos en el bar probando el vino rancio montañés que solo catan cuando suben a la montaña y recitando las mismas frases hechas de todos los fines de semana. Contarán sus hazañas en los montes y las decenas de veces que han estado a punto de morir en sus escaladas. Como no, también preguntarán a los lugareños por el estado del oso y del lobo porque claro, es fundamental su conservación y que campen a sus anchas por este territorio.
Luciano y el resto de vecinos del pueblo los miran entre divertidos y vigilantes. En el fondo los aprecian ya que les divierten y les sacan de la monotonía, pero por otro lado son conscientes de que no les vienen a ver a ellos sino a sus montañas y a sus paisajes. ¿Cómo no va a ser hermético e introvertido el montañés? Nunca nadie ha subido a estas tierras a ofrecer algo sin pedir nada a cambio. ¿Por qué ahora ha de ser distinto? Quizás esa pareja que viene del llano y quiere reabrir el albergue. Pero bueno, ya se verá. De entrada, no parecen mala gente.
Recuerda Luciano, con su hermano y su sobrino, cuáles fueron sus hazañas montañeras: subir con las vacas a puerto para aprovechar los pastos, quedarse a dormir en la pequeña mallata con su pan duro y el queso y el chorizo para quince días, rescatar algún becerro perdido en el barranco… Todo sin las ropas técnicas de los turistas ni las suelas esas que agarran un montón. Con sus ropas de diario y las abarcas que dejan pasar tanto el agua como el frío. Mientras lo recuerdan, miran a los turistas y se ríen. Del oso y el lobo ni hablan. Para ellos es su rival. Pero no quieren discutir. Serán cerrados, pero muy educados.
Luciano sube a casa despidiéndose de alguno de los forasteros a los que ha cogido más cariño: a esos del albergue y sus amigos. Le recuerdan a su juventud, cuando tuvo que marchar del pueblo, cuando la guerra, cuando conoció el mar y se trajo de recuerdo esa gran caracola blanca que tiene encima del televisor de su casa. Ya no lo ha vuelto a ver: el mar. Siempre dice, que para él, ver el mar fue como lo debió ser para aquel coronel de la novela de García Márquez el día que le llevaron a conocer el hielo. Mañana será otro día.
El domingo por la mañana mientras los “intrépidos montañeros “están “jugándose la vida “en los montes cercanos Luciano toma unos vinos en la terraza del bar y habla con la chavalería de la gran ciudad que no ha querido subir a las montañas. Les cuenta cómo han cambiado los tiempos. Que en estos montes la vida empezaba en primavera y el verano no duraba mucho. Que eran felices, pero se deslomaban a trabajar. El invierno, el invierno era otra cosa. Las casas cerradas a cal y canto intentando guardar el calor se convertirán en fortalezas que había que defender de la ventisca, el frío y la soledad. Eran meses de historias frente al fogaril. Historias que ahora Luciano cuenta a los chavalines que no despegan sus ojos de él. ¡Qué bien cuenta las historias Luciano ¡
Al fin ha llegado el domingo por la tarde. Para todos: los que se van y los que se quedan. Los que parten hacia el llano van pensando en el trabajo, las lavadoras, la cita del médico … Luciano y el resto se quedan con sus fantasmas, con el óxido de la rutina haciéndose más fuerte y con el peso de los años que resulta cada vez más difícil de llevar. Luciano espera ya el próximo viernes por la tarde a que las primeras luces de los coches doblen la curva del cementerio y todo vuelva a empezar: las mismas frases hechas, las mismas caras sonrientes… y finalmente vuelva a llegar otro domingo por la tarde.
Luciano sube a casa y se acerca al viejo televisor, de esos grandes, como una gran caja de cartón y coge su caracola blanca que trajo aquella vez del mar. Se la acerca al oído y cierra los ojos. Al poco las olas se van acercando a su pensar hasta que todo queda en calma y la ansiedad desaparece. Se acerca a la ventana y despide desde allí a los turistas mientras le parece ver que entre las lápidas del cementerio una silueta oscura también les dice adiós (pero eso es otra historia). Es domingo por la tarde y todo ya va quedando en silencio.
José María Gomá Alonso para el Ribereño Digital.