Chema está nuevamente frente al papel, absorto. Se acerca la Navidad y quiere escribir un cuento. Un cuento navideño que no se parezca a aquel, al famoso, al de Dickens. Que buena idea tuvo el inglés con aquello de los fantasmas de la navidad pasada, presente y futura. Pero Chema ya lo ha hecho, lo de parecerse a Dickens. Intentarlo claro. Casi todo el mundo que piensa en escribir un cuento por Navidad tiene en mente a Scrooge y sus fantasmas. Pero eso nuestro aprendiz de escritor ya lo hizo y no le salió del todo bien.
El cuento tiene que ser perfecto. Será memorable y todos lo recordarán, piensa Chema. Repasa en su interior los pasos a seguir: una buena introducción, sugerente, que enganche, seguida de un buen nudo que nos lleve a un momento cumbre de clímax donde el lector no sepa cómo se resolverá el conflicto para finalmente, en un juego de prestidigitación, ofrecer una solución al mismo que, además, de forma implícita o explícita nos traslade una moraleja, una enseñanza. Para ello unos buenos personajes y la ambientación serán fundamentales.
Así que Chema lleva unos cuantos días sin dormir, pensando infructuosamente en esos personajes y ese ambiente que le lleven al cuento perfecto. Quién sabe si algún día incluso lo lleguen a leer en los colegios. Se revuelve en la cama y enciende la luz para anotar sus ideas que, a la mañana siguiente, le parecerán estupideces o delirios de aprendiz de brujo. Durante el día son los miembros de su familia quienes lo sufren y es que Chema está cada vez más obsesionado. “Ya está”, les dice entre plato y plato mientras comen, “lo ambientaré en la Edad Media y habrá un bebé perdido en el bosque”. “Eso está muy visto” le contesta su hija volviendo a ajustarse los auriculares para no oír más a su padre. Las fechas se acercan. El cuento debería estar listo antes del día 22 de diciembre. Con la lotería y un buen cuento las navidades de este 2024 serán recordadas durante años. Pero no se le ocurre nada. Todo acaba en una bola de papel arrugado en la papelera. Chema cree estar perdiendo la noción del tiempo y no hay otra cosa en su cabeza sino tramas e historias incoherentes que no despertarían la más mínima emoción en el lector. Y de la moraleja mejor ni hablar.
Y, como os digo, hoy vuelve a estar frente a la hoja en blanco, con multitud de ideas inconexas en la cabeza que no logra plasmar en una historia hasta que finalmente cae rendido a un sueño enfermizo sobre su escritorio clásico modelo Chippendale con dos cajones y tablero de cuero. Ese que solían tener los protagonistas de las novelas que leía de joven donde un agobiado personaje guardaba un arma con la que se acabaría suicidando.
Es ya víspera de Navidad y Lucía baja veloz por la gran avenida para abrir su tienda. Se ha entretenido un poco y seguro que ya hay gente haciendo fila a las puertas de su pequeño colmado para comprar aquellas cosas que necesitarán para celebrar la nochebuena como Dios manda. “Ojalá acabe pronto y me pueda ir antes a casa” piensa Lucía a quien hoy no le podrá ayudar su padre, el señor Tomás, el artífice de este entrañable local que ofrece lo mejor del mar que baña su ciudad y de las montañas que la rodean: cavas, embutidos, mariscos, turrones y vinos serán hoy lo más demandado junto con las chucherías que todas las mañanas vienen a buscar los chavales del barrio. El patriarca de Casa Martí espera en casa postrado en cama a que su hija, segunda generación de los Martí, le cuente cómo ha ido la mañana. Desgraciadamente don Tomás no podrá volver más a su coqueta tienda. Quien sabe siquiera si podrá ver el nuevo año. En estos principios de siglo XX el país no anda del todo mal y el negocio va viento en popa. Hoy Lucía no tendrá tiempo ni para ojear esa nueva obra de un joven poeta granadino que se acaba de publicar en este 1928 titulada “Romancero Gitano” que tanto le gusta. La tiene siempre a mano, en la estantería. Quizás por la noche, después de la cena, les lea algo a sus padres. Es casi la hora de cerrar y entre cliente y cliente le ha parecido ver a don Ramón, el dueño de sastrería Ferrer, el vecino de toda la vida que recientemente ha enviudado. “Que raro. ¿qué hará fuera de su tienda?”, piensa Lucía. Tras una ajetreada mañana parece que ya no vendrá nadie más y con el rabillo del ojo la joven vuelve a ver nuevamente a don Ramón, como distraído, vagando por la acera y dirigiendo miradas huidizas al escaparate de Casa Martí. Lucía no lo piensa, se quita el delantal, toma el poemario y cierra el colmado. Se acerca cuidadosamente a don Ramón y le susurra al oído: “¿qué le pasa señor Ramón, se encuentra mal, se ha perdido? “Que va Lucía” dice el viejo sastre, “estaba esperando que saliera tu padre para ir a tomar el vermú de Navidad, como todos los años. ¿Aún está en la tienda?”.
“! Ay, señor Ferrer ¡”, dice Lucía, “pero si ya sabe que mi padre se encuentra muy enfermo en casa desde hace meses, más vale que se vaya a casa…”
“¿A casa?, a casa no puedo irme sin tomar el vermú con tu padre, además allí no me espera nadie. Bueno… adiós, adiós” El viejo hace un ademán impetuoso con la mano como despidiendo a la joven y ésta se va, pero no puede evitar echar la vista atrás para ver que don Ramón sigue mirando el escaparate del colmado con la mirada perdida. Lucía vuelve sobre sus pasos y llega a la altura del viejo para decirle: “venga don Ramón, cójame del brazo que hoy cenamos juntos”. Y la extraña pareja dirige sus pasos avenida arriba sorteando a un tipo extraño ataviado con unos pintorescos ropajes, pareciera como de un tiempo futuro. Un joven extraño que gesticula y grita que aún hay tiempo, que aún puede escribir su cuento, que la Navidad aún no ha pasado. Ese personaje del futuro que ha quedado atrapado en su propio cuento sin llegar siquiera a escribirlo ve pasar a sus propios personajes, esos que aún no ha plasmado en el papel, yendo a celebrar juntos la Navidad, que no es otra cosa más que hacer el bien al prójimo, aunque solo sea por unos días, aunque sólo sea para demostrarnos que somos capaces de hacerlo.
Y la moraleja que nuestro pintoresco personaje no escribirá jamás no es otra, sino que es bueno ocuparse de las cosas, pero sin preocuparse por ellas, atenderlas sin que nos condicionen y nos hagan desaparecer del resto de los asuntos. Que las cosas, por importantes que sean no nos pueden dejar atrapados en el interior de nuestro propio cuento sin poder preocuparnos del de los demás. Y que este cuento… este cuento vuelve a parecerse a uno que escribió Dickens.
Feliz Navidad José María Gomá Alonso para el Ribereño Digital