El ruido seco de los palos de madera al chocar resuena en el patio de entrada de la casa de colonias. Juan y sus amigos emulan a los mosqueteros de la última película que han visto antes de coger el autobús que les ha traído hasta este idílico rincón entre montañas donde van a pasar parte del verano. Mientras ellos luchan con sus espadas simuladas el resto de los chavales va franqueando el gran portón de madera acarreando sus maletas, mochilas y sacos de dormir. De pronto la ve, con su gorra roja y el flequillo asomando por debajo de la visera y esos ojos azules que lo miran desde una cara salpicada de pecas. Ha sido solo un momento de despiste, lo suficiente para que Pedro, su amigo del alma, le haya lanzado una estocada que le hará ganar el combate.
―¡ estás muerto Juan ¡
Lo que queda de campamento, es decir todo, será una serie de intentos por acercarse a Noelia, que así se llama la dueña de esos ojos azules y esa cara infantil. Muy a su pesar Juan no conseguirá más que rozarle la mano en algún juego común o sentarse cerca de ella a la hora de las comidas mirándola de reojo con esa cara de tonto que a sus amigos, sin embargo, no les hace sospechar. Podría pensar el lector que la miraba demasiado de reojo, y acertaría.
Una noche, como todas, mientras Juan miraba a Noelia antes de meterse en el saco de dormir Pedro lanzó una zapatilla que, desafortunadamente, impactó en la cara de su amigo que se puso roja de ira, de sangre y de vergüenza. El cuarto donde todo el mundo, cual gusanos de seda en sus fundas para dormir, se disponía a descansar, estalló en una estruendosa carcajada que a Juan se le hizo eterna. Inmediatamente se incorporó y abalanzándose sobre Pedro le propinó tal puñetazo que abrió una brecha en su ceja por la que no tardó en descolgarse un hilo púrpura de sangre. Noelia hacía ya tiempo que se había dado la vuelta ajena a las risas y al forcejeo. Dormía. El resto del campamento pasó entre castigos y la vergüenza de Juan al creerse humillado delante de una amada que ni se imaginaba que lo era.
Ya de vuelta a su pequeña ciudad y sin poder quitarse su imagen de la cabeza, esa sonrisa, esos gestos, Juan salía a las calles buscando sus ojos entre la gente. Y entonces se dio cuenta de que lo que para él había sido una pequeña ciudad de provincias, su ciudad, se había convertido en un inmenso hormiguero, inabarcable. Podría pensar el lector que resultaba imposible comunicarse mediante móviles en la época que relato, y acertaría.
Pasó el tiempo y Juan continuó con su vida para dedicarse a su vocación de bombero. Tuvo relaciones, ¡cómo no¡ pero la ciudad, la rutina y hasta su país se le quedaban pequeñas. Cada relación acababa con el consabido mantra: “no te preocupes, la culpa es mía”. Hasta que una mañana, justo después de que un portazo certificara el final de su última aventura, oyó en la radio que un terremoto había asolado Haití provocando miles de muertos y más de un millón de personas habían quedado sin hogar y le faltó tiempo para coger la mochila, y su saco de dormir.
Ya estamos allí. Juan acaba de acudir, con su equipo, a una escuela infantil donde les han comunicado que quedan niños entre las ruinas. El día es plomizo, gris y muy caluroso y Juan va llevando heridos y rescatados de entre las ruinas al centro de control desde donde los evacuarán a los hospitales más cercanos. De repente, entre el caos que le rodea, oye una voz que le paraliza por unos segundos. Una mujer, con su traje rojo de Cruz Roja está acuclillada, de espaldas, vendando la cabeza de una niña y gritando a los sanitarios que le acerquen un vaso de agua. Es un segundo, un instante, lo que tarda la mujer de rojo en darse la vuelta y pedirle a Juan que le acerque más vendas y es en ese segundo, en ese instante, cuando Juan ve esos ojos y sabe que ha llegado al final del camino. Al final del cabo de hilo rojo que le ha llevado hasta allí. A esos ojos azules y esa cara infantil salpicada de pecas anaranjadas donde siempre quiso estar y que, esta vez, no va a dejar escapar. Y podría pensar el lector, que es una historia preñada de casualidades y demasiado edulcorada. Y quizás no acertaría, pues dice la leyenda del hilo rojo que: “un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse sin importar el tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper”. (Leyenda oriental). José María Gomá Alonso para el Ribereño Digital