Martin no se atreve a levantar la cabeza desde que el último proyectil de la artillería enemiga cayera a escasos metros de su grupo avanzado. Yace boca abajo con la cara sobre el barro mezclado con la sangre de sus compañeros. El olor fétido de la muerte y el acre de la pólvora flotan y se mezclan en el ambiente y de vez en cuando puede oír como los filos de las bayonetas enemigas se clavan en las carnes moribundas para asegurar el fin de los combatientes. No le parece estar herido, coge fuerzas y ladea un poco la cabeza para mirar a su alrededor. A su izquierda Francoise, con los ojos bien abiertos y cubriendo su avance, ya que su grupo avanzado debe tomar la colina 344 que se sitúa a unos cientos de metros al norte. A su derecha Pierre también observa con el fusil ligeramente ladeado los metros que tienen por delante y el terreno que tienen que batir. A cincuenta metros al frente se encuentra Gustave, el operador de transmisiones, con la mano sobre el teléfono sin atreverse aún a notificar nada. Al fondo del campo de batalla, otrora una acogedora pradería, hileras de árboles tronchados por el paso de los proyectiles con los que el enemigo les está barriendo desde la madrugada se asemejan a un peine mellado por el que pasa suavemente la brisa que sopla desde la costa.
En esta tensa espera recuerda cuando les dijo a sus padres que se iba a la guerra. Aquellos tiempos en que se creía invencible. Partió con la distinción dorada al mérito de su padre cosida en el interior de su guerrera y con las historias de la gran guerra en su cabeza. Mientras, su madre lloraba, solo lloraba.
Gustave sigue con la mano sobre el teléfono de la radio, pero no lo levanta. Algo va mal. Esperar. No queda más que esperar. Mientras a sus flancos los compañeros siguen con los ojos bien abiertos, cubriéndole.
Se recuerda en los días pasados jugando con los lugareños de los pueblos liberados. Jugando a los chinos para conseguir algún cigarrillo o alguna pieza de queso o poniendo caritas a las lugareñas para conseguir un ratito de paz. Oasis de tranquilidad en la contienda entre golpe y golpe.
Va cayendo la noche, ya no hay ruidos, solo algún graznido. En el campo de batalla no queda nadie. El combate ha cesado y Martin piensa que, si sale de esta, volverá a casa, con la cabeza gacha, le devolverá la mención al honor a su padre y se echará en brazos de su madre pidiéndole perdón. Perdón por todo. Se levanta, despacio, aturdido y con el cuerpo entumecido después de un largo día esperando a que todo pase. A que el enemigo le diera por muerto y no se le ocurriera traspasar su cuerpo con la bayoneta para asegurarse de su muerte. Se dirige a sus compañeros y les cierra los ojos que desde hacía ya muchas horas no vigilaban nada. Desde que, al amanecer, el enemigo sembró de muerte el campo de batalla arrasando con toda la división avanzada y Martín tuvo la suerte de caer semi inconsciente boca abajo para no moverse en todo el día. Levanta la mano de Gustave del teléfono de transmisiones y se la cruza en el pecho cerrando sus ojos. Finalmente se da la vuelta y, de espaldas al campo de batalla, se dirige a la retaguardia maldiciendo todas las guerras.
José María Gomá Alonso para el Ribereño Digital.