Cuando te toman unas manos, te incorporan, te sujetan de la cabeza y te inclinan un poco hacia atrás, sabes que vas a recibir un biberón. Un artefacto de un material gomoso que te meten en la boca y comienzas a succionar para calmar el hambre. No es que esté del todo mal. A veces sabe a leche de mamá y a veces a otra leche diferente que no sé de dónde vendrá.
Al terminar, te pasan una servilleta por la cara y te colocan hacia adelante, sujetándote de la mandíbula. De repente sientes en tu espalda unos golpecitos, a veces suaves, y otras son verdaderas palmadas sonoras que retumban por toda la habitación. Eso depende de quién te sostenga.
A mí al menos, en el hospital me lo hacían así. Unas veces más suave y otras menos.
La leche, sea cual sea, te llena la barriga y te da sueño. Y si te le da mamá o papá, mejor que mejor, porque ellos son los que más ternura transmiten.
Cuando no está mamá, que es quien tiene la leche más rica, te dan un biberón y se te quita el malestar que produce tener el estómago vacío. A veces no hay más remedio que hacerlo así. Pero si no se hiciera así, los bebés como yo no tendríamos cómo alimentarnos. Menos mal que hay mamás que logran con su esfuerzo sacarse la leche para poder dárnosla.
Aunque, para ser sincero, lo mejor de lo mejor, lo más de lo más, es tomarla directamente del pecho. Cuando ves que tú mamá te sienta en sus piernas, te inclina sobre su brazo, y la hueles, sientes su calor y su cariño, te empiezas a poner contento y ansioso a la vez. Ardes en deseos de comenzar a succionar y sentir esa cosa calentita y blandita, el sabor dulce e intenso de la leche, el abrazo reconfortante de tu mamá… Son momentos mágicos que te hacen transportarte a la máxima relajación. Sientes que no te importa nada más.
No hay comparación de una forma de alimentación con la otra.
Con esto que escribo no pretendo hacer sentir culpables a mamás que no dieron el pecho o que no pudieron sacarse la leche, sino dar ánimo a mamás que están pasando, o puede que pasen en un futuro, por duros momentos.
Cuento mi experiencia para inspirar a las mamás que están viviendo o han vivido la dureza y la frialdad de tener una cita cada 3 horas con un aparato ruidoso en vez de con su hijo o hija, para después mirarse al espejo y ver que tienen el color de un folio de papel y unas ojeras abismales. Da tristeza, pero es motivo de orgullo. Es costoso y desesperante, pero admirable. Y no hay que tirar la toalla, ni darse por vencidos, siempre se puede pasar del sacaleches a la teta, cuando el bebé y la madre están preparados para ello.
Gracias mamá, valió la pena.