A la mañana siguiente, desperté junto a mi mamá. Estábamos en la misma cama. Qué grata sorpresa. Estaba sorprendido pero a la vez muy feliz. Este gran cambio había sido para mejor. No sabía qué iba a pasar aquel día, pero estaba mucho más contento que nunca.
Hola mami, me alegro de verte aquí a mi lado, qué ilusión.
Mi mamá se levantó. Me puso en la otra cuna y recogió la camita donde habíamos dormido. Ahora había espacio para que mi mamá anduviese por la habitación conmigo en brazos. Me gustaba estar en sus brazos, y cuando me dejaba en la cuna solía llamarla para que me cogiese otra vez, a no ser que estuviese profundamente dormido. Prefería estar con ella en contacto. Creo que me sentía como escarmentado, me daba miedo que me dejase ahí y se esfumara. Había asociado la cuna con que mi mamá desapareciera de mi lado, y no me gustaba estar ahí. Sentía la necesidad de recuperar todo el tiempo perdido, como si tuviese que pasar todo el día con mi mamá para dejar de recordar esa desagradable sensación desoledad y desamparo.
Al poco empezaron a venir personas. Se quedaban poco tiempo pero me ponían nervioso. Yo no sabía si se me iban a volver a llevar otra vez o me iba a quedar allí con mi mamá. Me aliviaba saber que estaba conmigo y no me dejaba solo con aquellas siluetas que entraban y salían.
Al llamarla, me contestaba o me cogía en brazos. Me hablaba, me daba teta o me cantaba. Cuando me quedaba tranquilo, me volvía a poner en la cuna.
«¿Qué haces? ¿Por qué me dejas aquí otra vez? ¡Quiero estar contigo! No quiero que me dejes solo».
Siempre me hablaba con voz calmada y me movía un poco para que me distrajese.
Cuando finalizó la mañana y esa marabunta de personas entrando y saliendo, volvió la paz. Me dormí una buena siesta encima de mi mamá, y cuando desperté estuvimos mirando por la ventana y bailoteando por la habitación.
«Toc, toc, toc» Alguien llamó a la puerta. Mi papá. Todas las tardes venía a verme, y aquella tarde fue mucho mejor que las anteriores. Me cogió y me sostuvo un ratito, y volví a percibir su olor y su calor.
Mi papá, mi mamá y yo. Los tres en una habitación. Sin estrés. Envueltos por la tranquilidad y los susurros de sus voces.
Mi papá se marchó y me quedé de nuevo con mi mamá. Esto estaba marchando bien. Así sí que me gustaba pasar el día. Biberón, teta, paseo, susurros, tacto, abrazos, siestas, caricias, desconexión… Me estaba acostumbrando al sosiego y olvidando de la inseguridad.
Al rato, me dieron otra vez el líquido ése que no era leche.
Tras tomarme el mejunje, mi mamá montó el camastro y me puso en él. Se echó conmigo y me abrazó. Los dos, juntitos, pegaditos. Se me olvidaban todos los males. Tomé teta mientras estábamos tumbados, relajados, disfrutando el uno del otro, en silencio, sin pensar en nada, sólo en la magia de ésos momentos.
El día siguiente fue similar al anterior. En aquella habitación y todo el tiempo con mi mamá. Había dejado de llorar cada poco rato a sentirme querido y consolado. Hubo unos días en que lloraba por una cosa o por otra, por culpa de aquellos ataques que me sacudían, por hambre, por dolor, o por sentirme solo. Ya no. Ésos días pasaron. Quedaba en mi subconsciente un vago recuerdo, y cierto temor a que volviera a ocurrir.
Se hizo una vez más la noche, y volvimos a fundirnos en un abrazo que nos transportó a un feliz sueño. Cada noche era más feliz que la anterior.