La maldad es un viajero sin rumbo que, aunque por naturaleza es inerte e inmóvil, siempre ha existido. Solamente necesita de un medio de transporte para poder realizar sus desplazamientos y, ese único medio es el de nuestros corazones. Según el nivel de podredumbre de cada uno de nosotros, la maldad podrá viajar a más o menos destinos, a mayor o menor distancia.
Así que, no la culpemos a ella, sino a los pilotos que conducimos por carreteras sombrías y tenebrosas. Esos que, en áridas desabrigadas cunetas que presumen de ecpatía, detenemos un momento nuestro avanzar, para tener así copiloto por nuestro justificado actuar en un deseo de errado decidir, durante un viaje pleno de niebla, donde inhibido y desterrado yace el sol, mientras a escasos centímetros de nuestra piel, se siente frío, mucho frío.
La maldad sin chofer, solamente sería un impaciente y abandonado espectro que, con el brazo extendido, el puño apretado y el pulgar alzado, fantasearía con ser trasladado, mientras inerte e inmóvil permanecería desapegado, taciturno y mustio, cual matojo que por falta de cuidado, la ha cascado.
(G. Piedrafita)