De pequeñitos supimos de esas tierras por las historias de las mil y una noches que Sherezade contaba a su rey para conservar la vida un día más. En esas páginas o por boca de nuestros padres supimos de Aladino, de Ali baba y de Simbad el marino.
Más tarde, en aburridas sesiones de catecismo, nos hablaron del éxodo del pueblo hebreo, de Moisés, de las tablas de la Ley y de cómo se abrieron las aguas para permitir que los israelitas huyeran de Egipto.
Finalmente, y ya de mayores, hemos visto esta tierra en mil y un telediarios que nos intentaban retratar un conflicto que dura ya demasiado tiempo.
Una tierra eternamente atormentada por la religión, las luchas de poder, el control de una zona estratégica mediante el Canal de Suez y finalmente la aparición del oro negro. Conflicto, el último, el Palestino-israelí, que se puede explicar con palabras como Imperio otomano, revolución árabe, mandato británico, movimiento sionista, aliyás, Nakba, Intifada y territorios ocupados.
También independencia, refugiados y una gran falta de compasión internacional. Además, desde muy lejos de estas tierras, unos y otros mueven los hilos de una marioneta de muerte y destrucción que amenaza con desatar una guerra a mayor escala. En el centro de todo esto una ciudad Santa que no lo es. Jerusalén con la mezquita de Al-Aqsa y la Cúpula dorada de la Roca, el muro del templo de Salomón destruido, el de las lamentaciones, y el Santo Sepulcro, reciben cada año a miles de turistas ajenos a cuanto les rodea y ávidos por conocer los lugares santos por donde, en teoría, se movió un hombre que predicaba el bien y que, por lo visto, no fue entendido.
No justificaré ninguna acción, de nadie. No seré equidistante tampoco porque no se puede ante tanto horror. Es complicado identificar a los culpables. Hay muchos desde hace mucho tiempo, tanto en estas tierras como en el exterior. Por acción u omisión o por decisiones tan desacertadas como las de un reparto de territorios que motivó el conflicto o las que han permitido unas ocupaciones ilegales y un trato inhumano que vulnera la legalidad internacional. Pero lo imposible es no identificar a los inocentes. Personas y niños que mueren en ambos lados, sin motivo. ¿Acaso hay motivo para la muerte?
Nadie que vea documentales como “Nacido en Gaza” podrá quedar indiferente y no conocer en toda su extensión el significado de la palabra inocente. Pero tengo claro que yo no voy a arreglar el problema, no de manera definitiva, así que escribo hoy este poema en un pergamino de esperanza y lo meto cuidadosamente en una botella viajera de cristal esperando que Simbad la recoja de nuestro mar mediterráneo, el de todos nosotros, y la acerque a aquel confín remoto de las tierras del Jordán para que sepan allí que mucha gente se acuerda de ellos y se compadece de su sufrimiento. Es mi poema para Tierra Santa.
Grito impotente, que no equidistante, ante tanta barbarie en nombre de Dios y la espada.
POEMA PARA TIERRA SANTA
Salen graznando
dos pájaros
del abismo de la compasión.
Negros como el miedo
negros
borrachos de espada y
borrachos de Dios.
Se acercan dos niños
jugando
pensando cometas
soñando con flores.
Que trunquen la espada
que acaben con Dios
que sigan pensando
cometas y flores.
Por José María Gomá Alonso