Me sentía mejor. Comía, dormía a ratos, no me dolía todo el cuerpo… Pero seguía queriendo estar con mis papás. Solo venían un rato y se iban.
Estuve un par de noches en esa zona, y un día, por la mañana, mi mamá vino a verme, como lo hacía todos los días. En ése día me di cuenta de que su alegría era incluso mayor que en los anteriores. ¿Qué va a pasar hoy? Pensé. No me importaba, yo solamente necesitaba estar con ella. Lo demás se me olvidaba ya.
Esa mañana ocurrió algo insospechado. Mi mamá me tomó en brazos y me llevó a otra habitación. Casi ni me di cuenta de lo corto que fue el traslado, y eso que había bastante barullo. Fue repentino y sorprendente, pero estaba con mi mamá, ella me llevaba, y lo hacía con ilusión y ganas. Alguien vino con nosotros, trajo mi cuna y la colocó allí en la nueva ubicación. Habló con mi mamá unos minutos. Después se fue y nos quedamos mi mamá y yo solos, por fin. ¿Dónde estamos ahora? Pensé. ¿Qué ha pasado? No se oía nada. No había luces y sombras, no escuchaba voces aquí y allá. Qué quietud, qué tranquilidad, qué paz. Mi mamá y yo. Solos. En silencio. Increíble.
Ya no eran mis papás los que se volvían a marchar. Ahora eran las siluetas las que lo hacían. Antes pasaba el día rodeado de un descontrol de gente, de un revuelo extraño que cargaba el ambiente y hacía que estuviese nervioso y desorientado. En esta nueva habitación, pasé el día sin que nadie me molestara. Sólo bajo la vigilancia y compañía de mi mamá, a la que por fin le pude volver a ver la cara. Pasé el día envuelto por el aura del silencio, por el abrazo de la tranquilidad.
Nos habíamos quedado solos, como en el día en que nací. Sin pitidos, sin resplandores, sin dolor, sin retorcimientos, sin voces, sin sacudidas, sin volteos, sin pinchazos. Empecé a estar solo con mi mamá, a pasar todo el día con ella, a tomar pecho cuando yo lo solicitaba, a bailar sobre sus brazos, a escuchar su voz y nada más, a sentirla sin preocupaciones, a oír sus canciones y a no pensar en nada ni llorar por estar solo.
Solamente lloré cuando me dolió la barriguita. Me daban dolores todos los días al final del día, pero con un masaje y unos mimos de mi mamá se me pasaban.
Lo mejor estaba por llegar. Al anochecer, como de costumbre, tomé un biberón con la leche de mi mamá y también el líquido dulce que hacía hormigueos en la boca. ¿Te vas a ir, mamá? ¿Qué vas a hacer hoy? ¿Me dejarás aquí solo o te vas a quedar a dormir conmigo? Tengo sueño y estoy muy a gustito contigo, no te vayas por favor.
Me dejó en la cuna. Movió un mueble que había allí al lado. Lo abrió y lo estiró. Me cogió en brazos y me volvió a echar allí en esa cosa alargada, y ella se tumbó conmigo.
Qué bien, estábamos juntos, echados, mi mamá sonreía, y me hablaba. Yo estaba tranquilo y feliz. Por primera vez desde que nací, dormí con mi mamá en la misma cama, como si ya hubiese terminado este episodio, como si estuviera en casa.
Ya no estaba solo. Y ya no volví a estarlo nunca más.