Me hacía muchas preguntas y estaba confundido. No sabía por qué tenía que estar allí solo, y tampoco sabía si mis papás volverían de nuevo a verme. Ni siquiera sabía a dónde se iban.
Allí estuve en esa cuna y en esa habitación, rodeado de luces, sombras y pitidos durante unos cuantos días más. La verdad es que me había olvidado de las crisis y del hambre, pero necesitaba descansar y que me tomasen en brazos, me diesen cariño y me hiciesen sentir aliviado.
Por las mañanas venía mi mamá y me daba besos y abrazos. Me daba el biberón, me echaba una siesta en sus brazos, tomaba teta, escuchaba su voz, sentía su tacto y su calor… Se me curaba el alma.
Mi papá también estaba conmigo algún ratito y también estaba muy feliz con él. El sonido de su voz y la familiaridad de su aroma me gustaba.
Después se hacia otra vez de noche, me dejaban en la cuna y me quedaba acurrucado con ese objeto suave que me envolvía. Luego aparecía una silueta y me daba un biberón. Me volvía a dejar en mi cuna. Solía dormirme y pasar la noche entre pitidos, sueños y biberones.
Cierto día empezaron a darme un líquido dulce en la boca. No sé qué era. Me lo tragaba sin más. Otra molestia más, ¿Cuándo pararán?
Ya llevaba unos días así, sin acordarme de las crisis. Y de repente, un buen día, mi mamá llegó y parecía estar mucho más contenta que cualquier día de aquellos, ¿Por qué mi mamá está tan especialmente expectante hoy?
La respuesta la supe ése mismo día. Me cambiaron de sitio. Me quitaron las vendas de los brazos, y me vistieron con una prenda suave y cómoda. Me llevaron a otra parte, a otro rincón de la sala de los pitidos. Pues vaya, después de todo sigo aquí encerrado…
¿Ya está? ¿Por esta razón mi mamá estaba tan ilusionada? Pues no lo veía una gran solución.
Mi mamá estuvo conmigo durante el cambio, y la encontré muy contenta. Cuando terminaron de colocarme en mi nuevo lugar, ella se sentó a mi lado y siguió acariciando mi cabecita, igual que lo había hecho todos los días. Me hablaba con un tono de voz menos angustiado y más sosegado. Como si en vez de hablar, me estuviera cantando o contando historias alegres.
Al día siguiente por la mañana, noté más ir y venir de siluetas. No reparaban tanto en mí como anteriormente, pero en algún momento venía alguna y se paraba frente a mi nueva cuna. A veces hablaban dos o tres siluetas y se iban otra vez. Me daba cuenta del trajín que sucedía a mi alrededor y de que en esa sala seguía respirándose tensión.
Extrañeza, tensión, nerviosismo, confusión. Todas esas cosas seguía sintiéndolas. A pesar de haber dado un pequeño pasito, y a pesar de encontrarme mejor. Me seguía olvidando de todo aquello cuando estaban mis papás, pero cuando se volvían a ir y me dejaban una noche más allí, me volvía a acordar.